jueves, 24 de marzo de 2011

SOBRE LA LECTURA DE DANIEL PENNAC

EN RELACIÓN CON EL TEXTO DE DANIEL PENNAC SOBRE CÓMO LA LECTURA LE SALVÓ LA VIDA, DECIDÍ RETOMAR UN TEXTO YA ESCRITO POR MI AL COMIENZO DE ESTA ASIGNATURA.

A los libros les debo esta vida que tengo, me la han salvado una y otra vez.  De lo contrario, y sin ánimo de animar prejuicios clasistas, estaría casada con un empleado de tiempo completo, trabajando por un sueldo mínimo, ansiando consumir, viviendo en uno de los tantos sectores superpoblados de Bogotá, viendo televisión nacional mínimo tres horas diarias y con niños mayores de 10 años que posiblemente seguirían el mismo modelo.  No es que necesariamente los libros hayan hecho mi vida más sencilla, pero definitivamente la han hecho mejor.
Pero todo comenzó cuando los libros cambiaron a mi padre como un milagro providencial que aún  no comprendo a cabalidad.  Como resultado de una niñez casi inclemente, se desarrolló como un personaje arrogante, autoritario y recio que llegó a dolorosos extremos.  Tras varios infructuosos procesos por dale un sentido a su existencia y organizar su vida, a cambio de la muy común vida religiosa, a mi  padre lo salvaron los libros.  Yo tendría alrededor de siete años cuando las paredes de mi casa se vieron poco a poco empapeladas con mensajes del “Vendedor más Grande del Mundo” de Og Mandino.  Año tras año, las bibliotecas se llenaban de más y más libros, la televisión pasó a un segundo plano y mi padre evitaba salir para tener más tiempo de leer en casa.  Esa fue la primera vez que los libros me salvaron la vida.
Desafortunadamente, y como consecuencia de no haber contado con la educación necesaria y ser un lector tardío sumado al hecho de aún ser un personaje arrogante, autoritario u recio, su tentativo intento pedagógico de adentrarme en el mundo de la literatura fue más doloroso que fructuoso en una primera instancia.  Básicamente, de manera autoritaria ordenaba que leyera La Divina Comedia, La Ilíada, La Odisea o El Quijote, para que posteriormente me sentara frente a su ser arrogante a responder preguntas cuyas respuestas harían de mí un ser humano recio para enfrentar la vida.  Nunca tuve libros para mi edad o que yo escogiera de manera personal, sólo debía leer lo que mi padre considerara conveniente.  Más que querer leer, quería salir corriendo y como no podía salir corriendo empecé a escribir.  Y, entonces, la escritura salvó mi infancia.  En ella concentraba todo ese sentir que no tenía salida en mi ahogada vida familiar, en ella hallé una de las más útiles herramientas para salir ilesa del dolor, para crear quién quería ser y entender quién realmente era.  Mientras tanto, mi madre tan sólo leía la Biblia, sola y en silencio y mi padre desaprobaba o ignoraba cualquier trozo de mí.
El colegio no ayudó en nada.  Mis padres nunca consideraron realmente necesario invertir mucho en mi educación, cualquier colegio que quedara cerca de casa sería suficiente, y como vivimos como en ocho casas y contextos muy diferentes, yo estudié como en ocho colegios muy diversos sin que sea fácil discernir cuál fue el peor de todos.  Sólo recuerdo haber leído un libro como deber escolar, que torturó tanto mi existencia, que nunca he podido olvidarlo.  Aún están vivas en mi memoria las horas que, las noches del miércoles, pasaba frente a la máquina de escribir pasando los resúmenes de cada capítulo en los que el caballo de “El Moro”  de José Manuel Marroquín, sufría los ultrajes que parecía sufrir yo también al tener que leerlos y reescribirlos.   Y sólo recuerdo haber escrito una oda a la luna por la que recibí una simple calificación como “lunática” por parte de mi profesor. 
Fue la literatura la que le abrió la mente a mi padre con quien a diferencia de ir a partidos de fútbol iba a conciertos de música clásica o a cine arte.  Las largas  y tortuosas conversaciones de mi padre sobre sus lecturas que a su vez mejoraban cada día más, sí empezaron a gestar en mí una visión más crítica de la vida, me hicieron diferente, me mostraron otro camino.  Esa literatura, principalmente reflexiones basadas en la filosofía, me abrieron el espectro y me hicieron amar el conocimiento.  Y, entonces, entré a la Universidad Nacional.  Esa fue la segunda vez que los libros me salvaron la vida.
Y me di cuenta de lo que mi padre había gestado y empecé a apreciar lo que intentó tortuosamente hacer en mí.  Desde ese momento en el que la creciente independencia me permitió explorar mis propios libros, empecé realmente a nadar en la literatura.  Leí a García Márquez, Isabel Allende, Flaubert, Günter Grass, Pablo Neruda, Balzac, Virginia Woolf, Saint-Exupery. Y esas lecturas tienen sus grandes consecuencias, no se puede salir completamente incólume de lo que eso acarrea en especial sumado al hecho de vivir sola, salir del país y toparme con un profesor que, más que enamorarme de la literatura, me enseñó a leer de verdad.  Sólo mi escritura solitaria me salvó la vida, porque los libros me la destruían uno a uno. 
Si no hubiera sido por todos los libros leídos y esas subsecuentes consecuencias de la literatura en mi pensamiento, ninguna de las personas que han de una u otra forma marcado mi vida habrían considerado entablar conmigo ningún tipo de relación.  Mi ahora esposo habría hablado conmigo durante no más de cinco minutos la noche que nos conocimos.  Otra salvación literaria.
Ya no escribo tanto sobre mí.  Hace años que la tranquilidad de mi existencia no me lleva a esa práctica terapéutica que marcó mi escritura y hasta la brevedad del correo electrónico ha cambiado esa tan arraigada costumbre de escribir extensas cartas.   Hasta hace no mucho, y se lo debo a esta licenciatura, aún debía escribir en papel para tener claridad sobre mis ideas mientras el computador sólo constituía una forma de buscar la información y de poner de manera presentable mis apuntes.  También eso ha cambiado.
Ahora, estudiando de nuevo, profesora de literatura, con más de quinientos libros en mi casa, sin televisión, en las montañas, con mil planes académicos en el futuro y profunda amante del conocimiento, trato de salvarles la vida a mis hijos pequeños y a mis estudiantes, de manera no tan arrogante, autoritaria y recia.  Aún escribo aunque, no sin una inmensa frustración, concluí que la literatura en mi caso es para leerla no para escribirla.  Escribo escritos académicos que también salvan mi vida y leo permanentemente para no perderla.    

1 comentario: