lunes, 25 de abril de 2011

Florinda Alzaga

La literatura no es tan sólo una manifestación estética del sentir humano, tras esta manifestación estética también subyace una responsabilidad ética en relación con el hombre mismo y la sociedad.  Esta relación se da ya que la literatura, en tanto expresión artística comprometida, transmite ese conocimiento de la belleza y lo moral que se instala en el hombre y tras la cual ya no puede vivir sin esa belleza, verdad y bondad que lo llevan a su vez a mejorar, a crecer, a conquistar la libertad espiritual que le permita realizar su ser interior, a recobrar o nunca perder el deseo y la fuerza de vivir; “la obra bella, por el hecho de serlo, ennoblece al que la admira, aumenta su capacidad de ideal, de ahí la utilidad ética que entraña, pues hace al hombre mejor cuando espiritualmente lo eleva”.  No obstante, esta dimensión ética de la literatura no se limita sólo a elevar al individuo que tiene acceso a ella, también adquiere una función ética como necesidad colectiva y personal: la de “ayudar a mejorar, a conducir, a formar el alma del pueblo del que es, a la vez, resultante y reflejo” en aras de formar-para-el-bien.

Martí, en cuanto a la literatura, establece como propósito que “... inculque en el espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia y belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia no las descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social más cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente la razón y la gracia, proveerá a la Humanidad, ansiosa de maravilla y de poesía, con la religión que confusamente aguarda.”  De esta manera, Martí trasciende los límites de la estética por la estética en un marco del arte por el arte, para difundir un mensaje hacia la comprensión de que “la naturaleza es hermosa, que la vida es un deber, que la muerte no es fea, que nadie debe estar triste ni acobardarse mientras haya libros en las librerías, y luz en el cielo, y amigos y madres”.

¿PARA QUÉ LA LITERATURA EN TIEMPOS DE VIOLENCIA?

Para responder esta pregunta, presento un texto escrito por mi hace un par de semestres y complementado con la lectura de Florinda Alzaga.


LA NARRACIÓN COMO ECO DE LA JUSTICIA


La misión de la educación es conservar
la traza de dolor, a fin de ser el mejor testimonio
en contra de él, inflingido al hombre por el hombre.
CHRISTIAN DE LA CAMPAGNE

El olvido es la muerte.
JOAN-CHARLES MÉLICH

En todo lo que escribimos tiene que estar presente
—involuntariamente, invisiblemente— el recuerdo.
ELIE WIESEL


Los adolescentes con frecuencia nos indagan a los maestros sobre el por qué y el para qué del leer y el escribir y, muy seguramente, siempre tenemos una respuesta previamente preparada sobre la importancia de la lectura y la escritura a nivel pedagógico: para estructurar pensamiento, para adquirir y consolidar conocimientos, para profundizar ciertas habilidades, entre otras. 

Sin embargo, y aunque también es parte del bien sabido discurso pedagógico, esos argumentos no son significativos sino para quien ejerce la labor educativa, y al no dotar a la actividad de sentido, la lectura y la escritura siguen siendo obligaciones mecánicas en el caso de los adolescentes y, como consecuencia, comprensiones y elaboraciones parciales en el caso de los adultos. 

Además, nuestras respuestas, en la mayoría de los casos son erróneas porque no nos sentimos capaces de afirmar lo inevitable: el aprendizaje desorienta, leemos y escribimos para cuestionarnos, para dejar de ser quienes éramos antes de leer o escribir, para estar a la deriva y, de esta manera, recrear, liberar (Bárcena, 2000).  Deberíamos estar más cerca de lo que, de forma sencilla, plantea William Ospina (s. f.):

Yo creo en el poder de las palabras, en la capacidad de los libros para cambiar a los seres humanos, en la capacidad de la literatura para cambiar a la sociedad. Venero a alguien que dijo: “Si me fuera permitido hacer todas las canciones de una sociedad, no me importaría quién hace las leyes”. Creo en la influencia civilizadora que han obrado sobre la humanidad el Ramayana, la Odisea, la Biblia, el Corán, los diálogos de Platón, La Divina Comedia, el Quijote, Hamlet, El espíritu de las leyes, la Declaración de los Derechos del Hombre. Creo en el poder de los libros para hacernos más perceptivos, más reflexivos, incluso más sensibles. 

Y como yo también lo creo, considero que somos nosotros, los educadores, educadores de una generación caracterizada por la confusión, educadores en un país en guerra, educadores en un mundo globalizado en conflicto permanente, educadores con una historia de injusticia y olvido sobre nuestras espaldas, los que debemos conceder a la lectura y la escritura una significación mucho más amplia que, sin dejar de lado aspectos gramaticales y estructurales del uso de la lengua, recobre la magia de la palabra, el sentido de la narración, la empatía, la lucidez de la expresión, la validez de la simplicidad, los contextos históricos, los personajes como nosotros mismos y la voz del otro como un eco que no le dé descanso a nuestras almas a partir de una literatura como un “arte con el hombre y para el hombre que lo hace y para aquel que lo sabe recibir “ en relación con el concepto de verdad heredado de la tradición griega en tanto desvela la verdad y le da sentido al mismo arte (Alzaga, 1983).

A propósito de la casi infinidad de aproximaciones posibles en el caso del análisis de la lectura y la escritura en tiempos de violencia, limitaré mi planteamiento a la reivindicación de la profunda significación de la palabra en tanto portadora de experiencias por medio de la narración como una propuesta pedagógica que nos permita la creación de una nueva pedagogía a partir del testimonio como instrumento ético.  Para tal fin, tomaré la lectura y la escritura como manifestación humana que abre la senda hacia una narración como testimonio de barbarie (Benjamin, citado en Mélich, 2000) y como camino contra la injusticia amparada bajo una  educación como una auténtica experiencia de formación que constituye “un acontecimiento de orden ético dentro del cual, como núcleo central se encuentre una relación, es decir, la palabra del otro que nos trasciende como educadores y frente al cual tenemos la obligación de asumir una responsabilidad incondicional más allá de todo contrato posible o reciprocidad”. Es asumir como base primordial de la práctica educativa la palabra y el rostro del otro, sin dejar de lado un cuidado de sí y de la libertad (Bárcena y Mélich, 2000) a partir del lenguaje mismo y de la narración. 

La lectura y la escritura son, unidas a otras manifestaciones dos de las más conscientes y, a la vez, virtuosas expresiones de la naturaleza del ser y del sentir humano, cuya humanidad le confiere infinitos trasfondos que van desde la compasión, la generosidad o la sensatez hasta la perversidad, el egoísmo o la violencia.  Una violencia innata a nuestra propia alma, cuyo peor efecto tras salirse de los límites es ignorarla, olvidarla, que pase sobre nuestras vidas o sobre las vidas de algún otro sin que haya un eco que evoque justicia, que no se clame por un recuerdo, que se permita una segunda ocasión, que no se nos haga a todos responsables de nuestras acciones como especie, que no nos avergüence, que no sea una voz permanente que no nos deje olvidar que en lo más profundo de nuestro ser habita esa serpiente que nos hace morder la manzana, que nos permita repetir una historia de violencia contra el rostro del otro y, por tanto, contra nuestro rostro. La crisis de la palabra va de la mano de la crisis de la educación tal y como lo plantea Lluís Duch por medio del concepto de testimonio como una categoría fundamental para la educación en la crisis de la modernidad. De acuerdo con Duch (1997):
“la crisis actual de las transmisiones permite que nos demos cuenta cabal de que nos encontramos plenamente sumergidos en la cultura del olvido. Queda muy lejos de nosotros aquella cultura anamnética que proponía Walter Benjamin como antídoto contra los estragos de una historia entendida como mera puntualidad sin ningún tipo de relación con nada ni con nadie, clausurada de manera asfixiante sobre sí misma, refractaria a cualquier forma de simpatía.  En la situación actual parece que lo que se está imponiendo se asemeja más bien a una cultura amnésica, porque en ella predomina el olvido de los otros y de los sufrimientos de los vencidos de todas las historias de nuestro mundo”.
Por lo tanto, el leer y escribir en tiempos de violencia es un imperativo en tanto constituye dos de las más trascendentes manifestaciones humanas que han de convertirse en una herramienta real contra la injusticia, el olvido y el tormento del sufrimiento.
Tomaremos la importancia de la lectura y la escritura a partir de un concepto de  narración como un testimonio de un otro que no necesariamente está presente para contarlo.  La narración aparece, entonces, como un género basado en la alteridad del otro para hacer eterno un recuerdo histórico por medio de la experiencia del revivir una memoria que ha de unirse, así mismo, a nuestra memoria.  Ha de ser la narración la salida a este laberinto histórico por cuanto es acogida en tanto por medio de ella el lector acoge la experiencia del otro y ésta lo altera de manera que cada palabra, cada verso, cada dolor, cada recuerdo, cada testimonio del ausente no le permita ser el mismo, toque su más profundo ser y se pose en él, en su memoria, en su identidad narrativa en constante movimiento en pro de la creación de una identidad humana (Mélich, 2000).  Al otro, a esa narración que nos muestra su rostro, se le lee y, por tanto, se le brinda la hospitalidad necesaria para acogerlo en una memoria que no queda inmune, para hacerlo propio por medio de la alteridad. 
Esto es posible a través de la narración más no a través de la información en la medida en que en ésta no forma parte la experiencia y por tanto no inspira acogida, hospitalidad o alteridad, la información no hace posible revivir el testimonio, no cuenta con una huella propia que deje, así mismo, una huella en el lector.  Así mismo, la narración desde el punto de vista filosófico nos abre el camino hacia una propuesta pedagógica que por medio de la experiencia y no de la información o de la argumentación nos permita entender la historia y la naturaleza humanas a partir de una consecución de experiencias que han de formar parte de nuestra memoria, no como una lista de datos que han de formar parte de nuestro olvido.  No dejamos de ser quienes somos para acceder a la información, mas sí hay un olvido de sí cuando acogemos la narración.
Esta creciente necesidad de información en una generación con acceso a ella sin límites sólo es otra cara de nuestra actual sociedad de consumo, compramos o actualizamos  información como quien compra o actualiza un programa de computador, pero esta información impersonal en tanto producto que nunca ha de alterar nuestro profunda experiencia del mundo o de nosotros mismos. La pedagogía y sus procesos de lectura y escritura, se ha encargado de enseñarnos a argumentar como método explicativo a partir de una filosofía puramente racional, no obstante, este modelo pedagógico está en crisis, en una crisis que carece de la voz del otro, de nuestra voz, en una crisis que trata de explicar mas no de sentir, de acoger, en una crisis que no nos permite alterarnos.  No hay aprendizaje verdadero sin alteridad, sin una decepción derivada de la inexperiencia, de la ignorancia, sin una relación del yo que se desestabiliza con el conocimiento (Bárcena, 2000).  La narración asegura la continuidad de aquellos relatos de los vencidos que la historia de los vencedores trata de desplazar hacia el olvido (Benjamin, 1936). 
Pero es a partir de esa narración, que hemos de adquirir una responsabilidad que va mucho más allá de nuestro propio ser.  Una responsabilidad que nace del lenguaje como tal confiriéndonos una base para el ejercicio de un compromiso en el pasado, en el recuerdo, en la memoria, en el presente y en el futuro. “Se trata de transmitir, a través de la memoria, una ética de la atención, una actitud y unos medios para que las jóvenes generaciones sean más atentas que sus mayores” (Forges, 1997).  Ya lo dice George Steiner (1990):

No me parece realista pensar en la literatura, en la educación, en el lenguaje, como si no hubiera sucedido nada de mayor importancia para poner en tela de juicio el concepto mismo de tales actividades. Leer a Esquilo o a Shakespeare —menos aún "enseñarlos"— como si los textos, como si la autoridad de los textos en nuestra propia vida hubiera permanecido inmune a la historia reciente, es una forma sutil pero corrosiva de ignorancia (...) Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz. Decir que los lee sin entenderlos o que tiene mal oído es una cretinez.

Tras la repetición y propagación de actos de violencia en diferentes partes del mundo, hemos de decir que la educación está en crisis.  No obstante, es a partir de esa narración de autores que sirven de transmisores de la ausencia de los testigos (Mélich, 2000), la que nos permite revivir en nosotros aquello que no ha muerto, alterar nuestra ilusa tranquilidad, evadir las cortinas del olvido, perpetuar nuestra culpa en pro de no repetirla, unir nuestras voces por medio de la práctica educativa para evitar testimonios nuevos.  No se trata sólo de no olvidar nuestra historia, sino de hacer un uso de la memoria, por medio de la narración y no de una información fácilmente manipulable, para transformar nuestro presente y construir nuestro futuro en su honor, “sólo la voluntad de no olvidar puede hacer que estos crímenes no vuelvan nunca más”.  Se trata de una responsabilidad ética del lenguaje, que provoque que el ser humano se enfrente con cuestiones fundamentales de su existencia, no de una recreación mórbida de sucesos. Es nuestra misión como educadores no permitir que la historia de la humanidad siga escribiéndose por medio de documentos de barbarie (Benjamin, citado en Mélich, 2000).


Referencias Bibliográficas

Alzaga, F. (1983). Concepción estética del arte y la literatura en José Marti. Centro Virtual Cervantes.

Bárcena, F. (2000). El aprendizaje como acontecimiento ético. Sobre las formas de aprender.  Enrahonar, 31, 9-33.

Bárcena, F. y Mélich, J. C. (2000). Emanuel Levinas: Educación y hospitalidad. En, La educación como acontecimiento ético.  Natalidad, narración y hospitalidad. Paidós.

Benjamin, W. (1936). El narrador.  Traducción de Roberto Blatt
Taurus Ed., Madrid 1991.
Duch, Ll. (1997). La educación y la crisis de la modernidad, Barcelona: Paidós, p. 70.

Falconi, O. (2004). Escribir para dialogar: la construcción de un espacio público entre estudiantes de nivel medio.  Cuadernos de Antropología Social, 19, 215-233.

Forges, J. K. (1997).  Eduquer contre Auschwitz. (Sin más información).

Mélich, J. C. (2000).  Narración y hospitalidad.  Análisi, 25.  129-142.
Ospina, W. (s. f.). Las canciones y las leyes.  El Espectador. http://www.elespectador.com/opinion/columnistasdelimpreso/william-ospina/columna-canciones-y-leyes

Portuondo, J. A. (1972). Literatura y sociedad. En, Fernández, C. (Ed.), América Latina en su Literatura (pp. 391-405).  Paris: UNESCO.

Ricoeur, R. (1996). Tiempo y narración. Vol. III: El tiempo narrado. (pp. 912).  (Sin más información).

Steiner, G. (1990). Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el genio inhumano, Barcelona, Gedisa, pág. 16.

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